Mario Méndez Bejarano (1857-1931)
Historia de la filosofía en España hasta el siglo XX
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Capítulo XVI
El siglo XVIII

§ VI
Los eclécticos

Carácter del eclecticismo en el siglo XVIII. –El Dr. Martínez. –Piquer. –Calatayud. –Forner. – García Ostos. Campo-Raso. –D. Juan B. Muñoz. –El P. Codorniu. –D. Antonio Xavier Pérez y López: sus obras, su inversión del entimema cartesiano, su tendencia armónica, su «Discurso sobre la honra y la deshonra legal.» –Pereira de Castro. –Berni. –Luis de Flandes.

El eclecticismo de esta centuria no busca ahora la conciliación entre el Liceo triunfante y la Academia, ya desterrada, sino entre los métodos experimentales y el Peripato, es decir, entre la filosofía presente y oficial de las Escuelas y la del porvenir que rayaba ya por encima del Pirineo. No brota más resplandor idealista que el de la filosofía cartesiano-wolfiana, interpretada con bastante originalidad por Pérez y López, en mi opinión, el pensador español de más intención científica desde Fox Morcillo hasta el siglo XIX.

El profesor de anatomía Dr. Martín Martínez (1684-734), siempre vacilante, atraído por su profesión médica al experimentalismo y no atreviéndose a romper con la escolástica dominante, en su Philosophia scéptica (1730), recopilada en diálogos, sostiene que el método aristotélico merece preferencia para los estudios teológicos, pero luego llama telarañas a las cuestiones metafísicas, declara incognoscible la esencia de los cuerpos, y propugna para los estudios de su facultad el método de los novadores, llamados corpusculares, procurando conciliar la nueva filosofía con el Peripato. Dedica su obra a la Real Sociedad de Medicina y Ciencias de Sevilla, confesando que «la Academia [367] Hispalense en sólo el espacio de seis lustros ha ilustrado más la Physica y Ciencias Naturales, que todas las demás Escuelas de España en algunos siglos.» (Prólogo.)

Más se acredita de creyente que de filósofo cuando la emprende contra Descartes, acusándole de que erró el método; pues «dado que convengamos en dudar de todo por sólo el plazo de su hypothesis; porque los sentidos pueden engañarse, y las opiniones engañarnos; ¿qué más firme punto, ni qué más inconcusas verdades, que las de la Fe? La primera verdad infalible que él encontró fue ésta: Yo pienso, luego yo soy, y después halló en todos los discursos el tropiezo de las verdades de Fe, que son más infalibles que la suya; luego tomó el método al revés, debiendo empezar por las summas verdades de nuestra Religión. Empezó a echar los cimientos por el pensar, debiendo empezar por el creer, pues la Philosophia no nos puede hacer Fieles, pero la Fe nos puede hacer Philosophos.» (Diálogo IV.)

El médico D. Andrés Piquer y Arrufat (1711-72) representa el eclecticismo entre la corriente sensualista y la escolástica, pero eclecticismo erudito con todos los recursos científicos de la antigüedad y de su tiempo. Parece una encarnación del bon sens de Boileau aplicado a la filosofía. Su Lógica moderna o arte de hablar la verdad y perfeccionar la razón (1757), es en el fondo completamente aristotélica, admitiendo las innovaciones de la época en orden a la metodología. Reconoce dos elementos básicos: la sensibilidad, que domina a la razón y hasta prescinde de ella en la Ética, y la razón, que, en la Física, apenas sirve para generalizar después de la experimentación. Él mismo confiesa en la Introducción que la Lógica de Aristóteles es la única y verdadera, y de ella ha «procurado formar el principal fondo de la suya». Leyendo esto, no comprendo cómo Menéndez Pelayo y Bonilla, en su febril vivismo, llaman a Piquer «declarado vivista», lo cual no empece para que Piquer admire y cite con frecuencia a Vives, sin que de eso se desprenda la realidad del vivismo ni que Piquer sea un secuaz de tan dudoso sistema. [368]

Y es lo curioso que, arrancando del sensualismo, encomiando la observación en su Discurso sobre el mecanismo (1757), se revuelve contra Locke y dice de su Ensayo que «tan lejos está de pertenecer a la lógica, que parece haberse escrito contra ella». En el segundo libro de la suya estudia Piquer las causas más frecuentes de error, recordándonos, sin mención especial, los ídolos de Bacon, y ensalza el eclecticismo, porque «de atar la filosofía a un solo sistema filosófico se puede seguir el gravísimo inconveniente de hacerse empeño de mantenerlo en perjuicio de la verdad».

Repite esta idea en el Prólogo del Discurso sobre la aplicación de la Philosophia a los asuntos de Religión, porque además de que «la verdad no está vinculada en un solo Systema Philosophico, podrá assi más fácilmente combatir los errores de qualquiera Philosophia». Sostiene en esta larga disertación que ni los Padres, ni los Concilios, ni los Papas necesitaron de la filosofía, que ningún sistema es simpliciter necesario a la teología, pero que el eclecticismo es muy acomodable y congruente.

Pese a su entusiasmo por la observación, se me antoja que confunde esta idea con la de experimentación, pues en el § III de su Prefación a los Aforismos hipocráticos, llama experimento a «la conformidad de nuestras ideas sensibles con cosas physicas» y en el V añade: «el uso bien ordenado de la experiencia, consiste en observar atentamente, en repetir varias veces las observaciones, en notar las que son generales y particulares, &c.» De suerte, que la experimentación no es para Piquer una observación provocada, sino reiterada, y a la primera atribuye muy escaso valor. «Por esta razón en la Physica las observaciones que se hacen con redomas, instrumentos y máquinas, son de poquísimo uso, porque aquella operación, que se descubre con la máquina, o el instrumento, sólo muestra el modo de obrar de la naturaleza con la aplicación de esas cosas, de modo que lo que entonces se ve, y se observa, no se cumple en las operaciones, en que tales [369] instrumentos no intervienen. Por esso quisiera yo, que la juventud se aplicase, assi en las cosas de la Physica, como de la Medicina, a las observaciones generales y perpetuas, más que a las particulares. ¿Qué ventajas hemos sacado hasta ahora de las máquinas del barómetro y thermómetro; ni qué observaciones fixas nos han dado sobre el modo de obrar de la naturaleza? ¿Qué aumentamientos hemos hecho con los experimentos de la Chymica? El mismo Roberto Boyle, que tanto trabajó en ésto, al cabo de muchas pruebas, se vio precisado a confesar que eran muy dudosas semejantes observaciones, y lo manifestó en su célebre Tratado Chimista Scepticus. Lo mismo debe decirse de los famosos experimentos de Mr. Nolet. Tantas observaciones médicas como han escrito Schenchio, Bonet, Riverio y otros a este modo, sirven muy poco, o nada, porque aquella cosa particular, que nos comunican en su observación está atada a ciertas circunstancias, que rarísima o ninguna vez vuelven a juntarse.»

Al estudiar la «cosa divina» que, según Hipócrates, suele mezclarse en las dolencias, explica el valor del elemento impropiamente llamado espíritu, porque en la realidad es cuerpo, aunque sutilísimo. En este punto conviene su descripción con el fluido que los físicos llaman éter; pero añade que los filósofos antiguos le llamaban alma del mundo. Si se refiere a la nous platónica, confunde ambos conceptos, así como al decir que este espíritu corpóreo es de naturaleza celeste y «que quando el hombre muere, por lo común se destruye la travazón de este espíritu con las materias elementales que le dan fomento», trae a la memoria el cuerpo astral de los teósofos, con los cuales también coincide al repetir aquel concepto de Sydenham, que al modo que con la vista percibimos al hombre exterior, compuesto de partes sensibles, así con el entendimiento debemos contemplar un hombre interior, compuesto de una serie y fábrica de espíritus (spirituum serie et quasi fabrica), dispuesta con orden para las acciones. (Syd. Dissertat. Epistol. de affect. hister., p. 142.) (Hip. t.I, p. 23.) [370]

En su Filosofía moral para la juventud española (1755), merece atención el tratado de las pasiones, de las que intenta minuciosa disección. Protesta a cada paso de su catolicismo, rechaza que otra secta pueda llamarse verdadera religión de Jesucristo y recomienda a los soberanos que la católica romana «se guarde en todos sus dominios con inviolable santidad y pureza», procurando que la juventud aprenda el aristotelismo para que forme la base de sus conocimientos, antes de estudiar otros sistemas.

Contra las doctrinas de Piquer lanzó Fr. Vicente Calatayud sus Doce cartas contra el discurso del Dr. Piquer sobre la aplicación de la Filosofía a los asuntos de religión (1758-9), que por la índole de la controversia, llamó vivamente la atención. Pertenecía este sacerdote al oratorio de S. Felipe Neri y había confiado a las prensas sus Dissertationes theologicae scholastico-dogmaticae, trabado muy metódico, aunque poco original, muy fácil de consultar por ir seguido de tres índices, uno Ad propositiones damnatas, otro bíblico y otros de cosas notables.

A la vez anheloso de renovación y acostumbrado al culto de lo antiguo, el emeritense D. Juan Pablo Forner (1756-97), mediano poeta, crítico sagaz, infatigable polemista y hombre ilustrado, más prudente que genial, se mueve, no sin dificultad, entre el respeto a lo pasado y su inclinación progresiva.

La formación filosófica de Forner fue dirigida por su tío D. Andrés Piquer y, no sé si por ser cierto o por halagar a Floridablanca, declara haber compuesto a la edad de veinticuatro años cinco discursos filosóficos, lo cual, según él, demuestra el progreso de España bajo la tutela de aquel ministro. Escribió la comedia El Ateísta para combatir el enciclopedismo. Su ideal es concertar la tradición con los adelantos, pero resultó antipática la escolástica a su carácter artístico, siempre más literato que filósofo.

Exequias de la lengua castellana, sátira menipea, firmada con el pseudónimo Ldo. D. Pablo Ignocausto, con [371] golpes de prosa y verso, se considera la obra maestra de Forner. Declara éste que el propósito consiste en «manifestar las fuentes del buen gusto en el uso de la lengua, declarando la guerra a sus corruptores antiguos y modernos... pues nunca una nación arribará a poseer las ciencias en su verdadero punto y razón, si sus profesores no aprenden a pensar y hablar como conviene a cada cosa», idea en que resucita la fundamental de las Etimologías de San Isidoro. Por lo demás, el empleo del verbo arribar, no digo que esté del todo mal, pero desprende tufillo francés un tanto inoportuno, tratándose de propugnar la pureza del idioma.

Del conjunto de sus escritos, y singularmente de las ilustraciones con que refuerza su frío y desgarbado poema Discursos filosóficos sobre el hombre, puede inferirse un cierto cuerpo de doctrina. El hombre está dotado de espíritu y materia. El espíritu es libre y por lo tanto moralmente responsable.

No puede prescindirse de Dios, por ser éste el fin total de los actos humanos que, sin Él, carecerían de razón. A semejanza de este orden ontológico, el hombre es el fin de la creación, mas el hombre ha corrompido su naturaleza y Dios, para restituirlo a su prístina bondad, ha perfeccionado la ley natural a que el hombre obedecía con el beneficio de la revelación.

Los brutos poseen alma sensitiva; su imaginación, pantalla donde se reflejan y combinan las sensaciones, pone en acción los conatos del apetito, los cuales producen las pasiones; recuerdan, cuando algún fenómeno conexo renueva en la fantasía la imagen del objeto ya no presente pero les está vedado por la naturaleza el conocimiento reflexivo.

Al mismo grupo corresponde D. Miguel García Ostos y Algarate, de familia astigitana, ilustrado e inteligente, que ingresó en la Real Academia de Buenas Letras el 29 de Octubre de 1790 y leyó un interesante Discurso sobre la ley natural. [372]

José del Campo Raso en 1756 publicó un cuaderno con el titulo de El elogio de la Nada dedicado a nadie, obra frívola acerca de la cual D. Adolfo de Castro escribe: «Es un escrito lleno de excelente filosofía: burla donairosa y severa, cuanto conveniente en los donaires, todo gala de ingenio, encubriendo las profundidades de un juicio lleno de ciencia y de desengaños; es, a mi parecer, una felicísima refutación anticipada del sistema hegeliano, de ese sistema grave por el énfasis y por lo laberíntico de la manera de exponer sus conceptos, pero absurdo por sus conceptos mismos, y risible si se presentase en llano estilo al alcance de todos. El elogio de la Nada es un presentimiento de la Nada de Hegel; pero describiendo la Nada dentro de nuestra fe y de la razón verdadera». Si no lo tuviera ante los ojos, jamás hubiera creído que un hombre del talento de D. Adolfo fuera capaz de escribir semejante párrafo.

D. Juan Bautista Muñoz (1745-99), persona ilustradísima, publicó De recto Plilosophiae recentis in theologiae usu (Valencia, 1767), disertación escrita con motivo de unas oposiciones; De bonis et malis Peripateticis (Valencia, 1769), y, según el testimonio de Sempere, dejó comenzadas unas Institutiones Philosophiae que la «Enciclopedia universal ilustrada» menciona como impresas en Valencia el año 1768, pero confieso que han fracasado todos mis intentos para verla y me permito dudar de la noticia. Reimprimió la «Lógica» de Verney y colocó su tratadito De Scriptorum Gentilium lectione, &c., al frente de la Collectanea moralis Philosophiae.

Muñoz rebatió las doctrinas de la Escuela y profesó un eclecticismo basado, como el de Vives, y después el del eminente onubense D. José Isidoro Morales, en el culto a las humanidades, pero no es la filosofía, aunque la enseñó en la universidad valenciana, su más legítimo título para pasar a la posteridad.

El jesuita barcelonés Antonio de Codorniu (1699-719), autor de obras de varia índole, en su Índice de la filosofía moral cristiano-política (2ª ed., Gerona, 1753), busca la [373] conciliación entre el cristianismo, el senequismo y el aristotelismo. Para la felicidad personal se le antoja admirable la firmeza estoica, mas como no vivimos sólo para el egoísmo, sino que somos solidarios en la vida social, necesitamos la ética del Liceo. Tiene pasajes muy vivos y elocuentes, los cuales tanta admiración produjeron al autor de las «Cartas eruditas», que, refiriéndose a los elogios tributados por la censura de la obra, escribe: «Sobre lo que se debía a la justicia, no sé que pudiese añadir cosa alguna la adulación» (Carta XXIX). En su libro Dolencias de la crítica, establece con gran serenidad las condiciones necesarias para ser buen crítico, siendo una de ellas la bondad para «dar de menos a lo bueno por ir en busca de lo mejor y hacer lo mejor contrario de lo que es bueno». También combatió el sensualismo portugués en sus Observaciones sobre el Barbadiño, mostrándose siempre, ya que no gran filósofo, hombre discreto y razonador.

D. Antonio Xavier Pérez y López (1736-92), a cuya merecida fama acaso ha perjudicado en el público la vulgaridad de sus apellidos, fue pensador original, eminente jurisconsulto y hombre de excepcionales méritos, de quien publicó extensa y admirable biografía el irreemplazable maestro D. Federico de Castro. Nació en Sevilla; perteneció al claustro universitario; fue Diputado por la Universidad en la Corte, donde ejerció la abogacía; alcalde Mayor de Motilla del Palancar, y Académico de la Real Sevillana de Buenas Letras. Falleció el 17 de Octubre de 1792 en humilde lecho del Hospital general de Madrid. Escribió: Discurso sobre la honra y la deshonra legal (Madrid, 1781); Teatro de la legislación universal de España e Indias (ídem, 1791), enciclopedia jurídica dispuesta por orden cronológico y alfabético en 28 tomos, «injustamente pospuesta por muchos abogados a otras de mérito y calidad harto inferiores» (Castro), y Principios del orden esencial de la Naturaleza (ídem, 1785), obra de profunda filosofía, acerca de la cual insertó la Revista de Filosofía [374] Literatura y Ciencias de Sevilla el magistral trabajo de exposición y crítica a que antes he aludido.

La última obra citada, fundamental de su pensamiento filosófico, como encaminada a justificar las bases morales, políticas y religiosas de las sociedades humanas, no emplea la palabra Naturaleza en sentido de mundo material, sino de essentia rerum. Así, comienza lógicamente por el concepto general del orden, buscando su ley en el Sumo Ordenador. Determinado el orden esencial del universo y la inmortalidad del alma, condición ineludible del mundo moral, cimenta el orden ético en el metafísico del hombre y aun en el corpóreo. De los principios inmediatos pasa el estudio de las reglas del orden moral; señala las leyes naturales relativas a la salud, a la procreación y otras facultades, indicando los derechos, las obligaciones, y el fin del hombre, asentando sobre tales bases la constitución jurídico-religiosa de la colectividad humana.

Filósofo de mayor perspicacia que cuantos españoles cultivaron en su tiempo la reflexión, Pérez y López no sólo se divorcia de la esterilidad escolástica, sino que descubre el punto vulnerable de los dos sistemas profesados por los que se reputaban pensadores avanzados de su tiempo. Al mismo Wolf objeta diciendo: «querer... que nuestra propia perfección sea el último término y regla de nuestras acciones, es lo mismo que querer explicar las leyes del movimiento del orbe por el que tiene el cuerpo de cada persona particular y hacerse cada uno el centro del mundo». Oponiendo su fórmula «soy, luego el ser es» a la más estrecha de Descartes, dice: «La fuerza de la famosa proposición cartesiana, «yo pienso, luego soy», consiste en la imposibilidad metafísica de que la nada piense... Ahora bien; la proposición «yo soy, luego siempre ha habido un ser» es idéntica en todo, pues repugna que en algún momento de la eternidad no existiese aquel ente cuya esencia es el ser y la existencia misma». Así excluye el subjetivismo de la Razón buscando el fundamento de la razón individual en el Ser absoluto e infinito donde coexisten con la [375] Verdad absoluta todas las verdades subjetivas, sólo justificables en la Unidad suprema del Ser y del Conocer.

Trata de conciliar la ciencia con la fe, pues repugna a la razón que Dios nos dicte dos leyes distintas, una por la naturaleza y otra por la razón. «El orbe, dice, es el gran código de la ley natural donde están grabados los fines de Dios y de las cosas creadas». En toda la obra de Pérez y López se deja sentir la tendencia armónica, la exaltación del principio del orden, es decir, de la perfección, razón suficiente de cuanto existe.

Menéndez y Pelayo, al tratar del que llama «substancioso libro que en 300 páginas no cabales compendia la filosofía así especulativa como práctica», lo califica de libro muy original por la forma (tomando esta palabra forma en el sentido más alto, esto es, como una singular manera de concebir, encadenar y exponer la doctrina), que autorizó a su autor para llamarle «Nuevo sistema filosófico». Y aun cuando le encuentre remotos antecedentes, como a todo sistema, «tampoco ha de negarse que hizo propia esa concepción armónica exponiéndola de una manera ceñida y rigurosamente sistemática, con el método geométrico, que entonces privaba tanto, y con mucha novedad en los pormenores y en la manera de hilar y deducir unos de otros los razonamientos».

La ciencia es para el autor un hábito del entendimiento en cuya virtud establece lo que se afirma bajo fundamentos innegables y de modo evidente. Al reflexionar sobre nosotros mismos, nos convencemos de que hay en nuestro interior una facultad de formar ideas de las cosas posibles a la que llamamos entendimiento, pero no es tan fácil conocer hasta dónde se extiende esta potencia, ni cómo hemos de servirnos de ella para descubrir por nuestras propias meditaciones verdades antes desconocidas ni para juzgar con exactitud de las que otros han descubierto; así nuestra primera ocupación debe ser examinar cuáles son las fuerzas del entendimiento humano y cuál su legitimo uso. Esta parte de la Filosofía es la llamada Lógica, así como la que [376] examina la naturaleza común de los seres se denomina Ontología.

Presenta el árbol de la ciencia coronado por la Metafísica y desciende a las aplicaciones. Con singular agudeza, al tocar la filosofía de lo bello, rebate la superficial apreciación de que no existe criterio de belleza, y distingue con claridad el deleite sensual, puramente subjetivo, del agrado producido por la presencia de lo noblemente hermoso.

En la filosofía sociológica completa el pensamiento de Montesquieu, excesivamente preocupado de los accidentes físicos e históricos, pero olvidado del orden natural, elemento básico reintegrado por Pérez y López a la alta y primordial consideración por su propio valor merecida.

Con menor importancia, por no ser la obra fundamental de Pérez y López, pero no menos digna de estimación, se nos presenta el Discurso sobre la honra y la deshonra legal, destinado a mostrar que todos los oficios necesarios y útiles al Estado merecen honra en las leyes, «según las cuales, sólo el delito propio disfama». Distingue la honra legal de la natural, cuyo objeto es la virtud, y estudia el honor debido al sacerdocio; a los héroes; a los artesanos; a la nobleza, a la cual se llega por gracia soberana, por las armas o por las letras; a los labradores, industriales y comerciantes por mayor y menor; a las artes liberales; a los jueces, abogados, procuradores, maestros y albéitares; a los oficios mecánicos, y expone después las sanciones legales. Aparte las preocupaciones generales de la época, este libro, que preparó la pragmática de Carlos III ennoblecedora del trabajo, está muy bien concebido y ordenadamente desenvuelto el asunto. En realidad Pérez y López es más un armónico que un ecléctico.

Con menos relieve, pertenecen al grupo ecléctico Miguel Pereira de Castro, autor del Propugnáculo de la racionalidad de los brutos (1753); Juan Bautista Berni, que en 1736 publicó su Filosofía Racional, Natural, Metafísica y Moral, y el P. Luis de Flandes, que en El antiguo académico [377] contra el moderno escéptico rígido o moderado (1742-4), intenta una conciliación entre la escolástica y el Doctor Iluminado. Esta voluminosa obra, precedida de una apología por la persona y doctrina de Lulio, consta de dos tomos, dedicado el primero a la defensa de la física pitagórica y especialmente de la Medicina y el segundo a la defensa general de las ciencias. A rebatir «este librejo», así lo llama, dedica Feyjóo su extensísima Carta quarta, que cierra diciendo: «No se pueden poner los ojos en parte alguna sin encontrar o un pensamiento absurdo o una especie que no viene al caso o una doctrina siniestramente entendida o una consecuencia mal hilada o una crítica torcida o una fárfala confusa. ¿Parece a V. md. que un Escrito de tales circunstancias puede tener por Autor al P. Flandes? Yo no lo creeré jamás». Antes había dado a la estampa un libro pequeñito, y nada ameno de lectura, titulado Tratado y resumen del caos luliano (Palma, 1740), donde estudia la esencia, forma y materia del caos, operaciones intrínsecas y extrínsecas y demás modalidades para terminar con la afirmación de la conformidad entre la doctrina luliana y la católica.


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Historia de la filosofía en España
Madrid, páginas 366-377