Filosofía en español 
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Democracia

 
Democracia. 1ª. acep. F. Démocratie. It. Democrazia. In. Democracy. A. Demokratie. P. y C. Democracia. E. Demokratio. (Etim.– Del gr. demokratia; de demos, pueblo, y kratós, autoridad.) f, Gobierno en que el pueblo ejerce la soberanía. || Conjunto de los demócratas de un país. La Democracia española.

Democracia cristiana. León XIII en su encíclica Graves de communi (18 de Enero de 1901), define la democracia cristiana diciendo que es la acción benéfica cristiana en tavor del pueblo. || Democracia social. Socialismo organizado como fuerza política.

 
Democracia. Der. pol. La palabra democracia procede etimológicamente de las griegas demos, pueblo, y cratos, fuerza o poder, y es en el campo del Derecho político una de las que mueven a mayor confusión, por no estar determinado de un modo claro el verdadero sentido de uno de sus componentes, el pueblo.

I. Significación etimológica de la voz pueblo

Suele tomarse esta voz como sinónima de población, y en este sentido abarca todo el elemento personal del Estado, sin distinción de sexo y sin que influyan tampoco en este respecto la edad, ni las condiciones de riqueza, cultura, &c., que marcan indudables diferencias desde otros puntos de vista. Podrá interesar este significado para definir la demografía (véase esta palabra en la Enciclopedia), pero nunca la democracia, pues bien sabido es que la concesión de derechos políticos en los tiempos actuales, si ha salvado alguna de aquellas desigualdades, no ha podido prescindir de todas ellas; por ejemplo, el sexo, la edad (V. Feminismo) qúe se imponen como una reconocida limitación en el obrar político.

Más pertinente para explicar la democracia, es tomar la voz pueblo como la ciudadanía de un Estado, organizada para la función jurídico-pública del mismo. En este sentido comprende á todos y cada uno de los hombres capaces políticamente.

Pero la acción política tiene muy diversos alcances. Al tratar de sus diversas manifestaciones en la práctica, el señor Posada ha hecho una distinción precisa que debemos tomar aquí en consideración, para determinar el alcance de la palabra pueblo, enfocada a su vez para concretar la que intitula este artículo. «Tenemos en primer término, dice el mencionado publicista, las manifestaciones vagas, indeterminadas, generales, de cuantos forman el Estado, o mejor su personal; el hecho de leer un periódico político, el de formular ante otros un juicio sobre la marcha de lo que solemos llamar la cosa pública, el de pagar un impuesto, el de asistir a una reunión política, el hecho de ser ciudadano, entrañan manifestaciones personales de una conducta que es en definitiva política, pues supone relaciones de este carácter... En segundo término tenemos otras manifestaciones más condensadas, menos generales, y más reflexivas, obra en gran parte de los ciudadanos activos en diverso grado, pero no de todos; verbigracia el hecho de votar, el de ser jurado, o miembro de un comité de un partido, concejal; todos estos hechos constituyen otras tantas manifestaciones del hacer político, que suponen cierta reflexión, aunque sean intermitentes y poco intensas, las cuales definen y concretan la obra social del Estado. En tercer término tenemos las manifestaciones políticas plenamente reflexivas, que suponen que sus individuos se han dado cuenta de ellas en sí mismas, y en sus antecedentes y consecuencias inmediatas, y que hasta cierto punto las han producido con toda conciencia y cuidado, verbigracia los actos de administración, los de los hombres de gobierno, jefes de partido, &c., &c.»

Ahora bien, de los tres grupos que acaban de citarse, en que puede desintegrarse la labor politica, sólo los dos últimos, que suponen una mayor condensación y actividad, son los que constituyen el pueblo que habla, quiere y obra en la esfera de los diversos poderes públicos, produciendo instituciones impregnadas de su espíritu.

Por bajo de esta significación hay otras que deben desecharse a pesar de la fortuna que hicieron en la jerga política. En este sentir pecan por defecto; tales son las de plebe, proletariado otras similares, de las cuales la segunda se compagina muy mal, por cierto, con la soberanía que de ese mismo pueblo se predica, habida consideración a que no se paran mientes en lo que la frase proletariado significa, que ya desde Roma viene expresando una clase social que tiene por misión engendrar, como otras tenian la de prestar eus bienes para la imposición fiscal, representando las respectivas funciones, los medios indispensables de la potencia del Estado.

II. La democracia como forma de Estado

Ahora bien, supuesto lo antedicho, descartadas de las diversas significaciones de la voz pueblo, las que no interesan a nuestro propósito por ahora, veamos en qué forma puede entenderse el término cratos, fuerza o poder, para poder determinar con claridad la el concepto que buscamos. Y a este propósito séanos permitido distinguir aquí Estado y Gobierno, pues sólo de esta manera podemos marchar con paso firme. La primera de estas ideas, es sinónima de sociedad política (V. Estado), y toda sociedad, sea política o el no lo sea, es preciso suponerla con capacidad para manifestarse y obrar en el campo general del Derecho. Ahora bien, cuando estas manifestaciones y operaciones se realizan en, y por, la sociedad política, la aquella capacidad, que de toda suerte de personas sociales se predica, tiene un nombre característico, se llama soberanía (V. esta palabra).

Pero la soberanía que supone aquellas manifestaciones y operaciones, es decir, que es a la vez poder de querer, y poder de mandar de un modo independiente [32] según la concepción de los Estados unitarios, y que debe concebirse en los federales como un carácter particular de ese mismo poder (concepción alemana que distingue la Herrschaft que tienen todos los Estados particulares, de la llamada competencia de la competencia, que únicamente puede afirmarse del Estado federal, sirvan de ejemplo los Estados Unidos y Alemania) se da siempre en el seno de la sociedad política, hasta tal punto que la agrupación social que no la llevase aparejada se denominaría gens, tribu, nación, pero nunca sería el Estado.

Esto supuesto, la soberanía es la quinta esencia del Estado, es su espíritu mismo; los mismos escritores escolásticos afirmaron sin escrúpulo que la soberanía reside originariamente en la sociedad; por eso hablar de concreciones de la soberanía es la propia cosa que referirse a formas de Estado, que no deben confundirse con las formas de gobierno, a las que después e incidentalmente tenemos que hacer referencia.

Ahora bien, una de estas formas es la democracia, que supone la concreción de la soberanía, es decir, la pertenencia de la soberanía a todos o por lo menos a la generalidad de los individuos de un Estado. Lo dijo ya Aristóteles, la soberanía no puede pertenecer más que a uno solo, a los mejores o a la generalidad.

En este sentido escribió en su obra inmortal (Política, lib. III, cap. V) lo siguiente: «Monarquía es aquel Estado en que el poder dirigido al interés común no corresponde más que á uno solo; Aristocracia, aquel en que se confía a más de uno, y Democracia, aquel en que la multitud gobierna en utilidad pública. Estas tres formas pueden degenerar: el reino en tiranía, la aristocracia en oligarquía, la democracia en demagogia.»

Comentando esta clasificación, en que la democracia figura como uno de sus miembros, dice el profesor norteamericano Burgess que, «la doctrina aristotélica contiene la verdadera solución del problema íntegro para la política helénica y para todos los sistemas en que el Estado y el Gobierno son cosas idénticas; y que en aquellos sistemas en que Estado y Gobierno no se identifican, sino que existen con organizaciones más o menos separadas, el principio de Aristóteles es aun el verdadero y pleno principio de distinción de las formas del Estado, pero no ya de las formas de Gobierno».

III. Indicaciones históricas acerca de los Estados democráticos

Curiosa sería una indagación que nos condujera a señalar la aparición histórica de las varias formas de Estado, para ver el lugar que debe asignarse a las democracias. Es indudable que la primera que apareció fue la forma monárquica. En las sociedades rudimentarias el poder se obtuvo por ocupación, porque fue indudablemente cosa nullius, y para realizar este acto jurídico no era muy a propósito la multitud. Desde que aparece el grupo todos los miembros que le integran tienen derecho a todo lo que sea fin o medio esencial en la sociedad que organizan, y por lo tanto a ocupar el poder vacante. La ocupación está potencialmente en todos, pero en realidad única y exclusivamente en quien maestra caracteres de superioridad social. Claro está que según esta teoría pudieron producirse como formas de Estado, no sólo las monarquías, sino también las aristocracias y, aun apurando la hipótesis las democracias mismas, pero es lo más racional pensar como forma más corriente en la que está representada por el principio de unidad, es decir, en la monarquía.

«Las condiciones de los tiempos y de los lugares, dice Racioppi, pudieron imprimir a la monarquía, como forma de Estado, uno u otro carácter, pero sea que aquéllas condujesen a la monarquía patrimonial, a la feudal, a la militar o a la teocrática, es en todo caso la fuerza de las armas, el brillo de la victoria, el esplendor de la riqueza, la aureola de la religión, el ascendiente de la tradicion y de la herencia, el prestigio de lo desconocido lo que coloca al monarca sobre la masa, y le asegura un predominio legal.»

Más adelante, la soberanía vino a ser monopolio de una casta, de otra clase social definiéndose la superioridad (los mejores según Aristóteles) porque la guerra señaló los privilegiados por el valor, y ese privilegio trajo consigo la posesión indiscutida e indiscutible de la riqueza inmueble de la tierra conquistada.

Andando el tiempo y por el influjo del cristianismo tuvieron puesto en la organización social y llegaron a ser valores políticos de indiscutible eficacia los populares, los desheredados, es decir, los que no pudieron ostentar privilegios de sangre, ni de riqueza. Todos los hombres sin distinción son para el Cristianismo iguales ante Dios. San Pablo, en una de sus epístolas a los Corintios, decía «en un mismo Espíritu hemos sido bautizados tonos nosotros para ser un mismo cuerpo, ya judíos, o gentiles, ya siervos o libres; y todos hemos bebido en un mismo Espíritu» (1.ª, cap. XII-13). La esclavitud que había hecho que las llamadas democracias en lo antiguo no lo fueran, como después veremos, sufrió un rudo golpe con la aparición del Cristianismo. Es cierto que transformación tan asombrosa no se hizo en un instante, que no se salvan con tan pasmosa facilidad trances tan laboriosos, pero al fin el cambio se obró y el individuo, la sociedad y el Estado, que trae en su seno la nueva civilización, se parecen muy poco á los que sepultó la civilización pagana. Desde que brilla la luz del Cristianismo el ser hombre es título bastante para que se reconozcan derechos innatos, lo exige así la dignidad social, que es desde entonces la misma dignidad humana.

«Por esto, dice el señor Gil Robles, no se considerará aserción infundada ni aventurada siquiera, que la sociedad cristiana, inspirándose en la constitución de la ciudad de Dios, deba ser en todo tiempo y caso democrática, y que la democracia es jurídica exigencia y elemento esencial de las constituciones, sea cual fuere la forma de gobierno, factor y cuestión ajenos á una materia común a todo organismo social y político, y que se refiere al fondo y base, a la vez que al espíritu informador de la vida nacional».

Y la democracia en la Edad Media, reveladora de los principios citados, apareció transformando las sociedades antiguas; donde surge el Estado representativo orgánico, en Aragón, en Inglaterra, por ejemplo, allí está el espíritu democrático produciendo una forma de Estado de indiscutible valor. Aquellas sociedadea políticas eran consideradas como medio, no como fin; el gobierno sobre ellas cimentado estaba al servicio de la sociedad. De estas creaciones sociales de filiación cristiana a las antiguas, por más que llevasen señuelo democrático, hay un abismo de distancia. [33]

Pero la igualdad cristiana no había roto con las superioridades sociales, por más que predicaba la igualdad. Esta se afirmaba en lo esencial, en lo que afectaba al origen, desenvolvimiento y fin del hom bre, pero no podía afirmarse en lo accidental, porque semejante igualitarismo era la atrofia de la sociedad misma, que de seguir esa senda se veria necesariamente absorbida por el Estado.

Ahora bien, ese igualitarismo fue la enseña primera del Renacimiento, luego de la Reforma, por fin, de la Revolución; y conviene marcar la diferen cia entre aquellas sociedades infiltradas de espíritu cristiano orgánico, y las renacientes, reformadas y revolucionarias, que no deben considerarse como continuación de las anteriores, sino como su estorbo y causa de su ruina. La democracia cristiana no es la democracia de la Revolución, por más que muchos escritores y enciclopedias se esfuercen en demostrar que entre ambas no existe solución de continuidad. La soberanía del número fue uno de los dogmas de la última, atribuyéndose en cousecuencia a todos los individuos partes rigurosamente iguales en el ejercicio del poder supremo, y esa soberanía no fue nunca patrimonio de las sociedades democráticas cristianas; pudo serlo de las reformadas, yendo a parar necesariamente de un régimen de igualdad absoluta a un régimen de despotismo, pero ninguna otra de aquellas sociedades hizo gala del principio. Antes al contrario, la doctrina revolucionaria que hacia a los hombres iguales ante el poder y pata organizar el poder, en régimen de sufragio universal, va poco a poco buscando correctivos a este sufragio, suponiendo cada uno de ellos la existencia indudable de autoridades y superioridades sociales. Dígalo si no la aparición del voto plural en paises que, como Bélgica, se precian de demócratas.

Ni pueden, en suma, llamarse democracias sucesoras de las cristianas, todas aquellas que han secularizado, no sólo el Estado, sino la sociedad misma. La deificación del hombre es doctrina pagana resucitada por la Revolución.

El cristianismo, que era la religión del Dios hombre, no podía ser nunca la doctrina del hombre Dios.

Apreciando esta diferencia entre unas y otras democracias, dice el señor Gil Robles: «Caracterizadas la edad y sociedad contemporáneas por principios, leyes y costumbres divorciados y enemigos del cristianismo, ya no hay pueblo, sino masa, y es la democracia vano y sarcástico nombre que encubre una servidumbre efectiva, Despojado el hombre de un valor natural y sobrenatural, y el pobre de la dignidad superior de su pobreza, bajo las abstracciones igualitaristas, puramente fantásticas, resurgen las antiguas desigualdades positivas originadas del poder físico y material, el de la riqueza, especialmente en estas sociedades de tipo industrialista.»

Para terminar cuanto a la aparición de las democracias como forma de Estado puede hacer referencia, téngase en cuenta que, mientras las democracias cristianas mantienen el principio de que el pueblo puede ser soberano en ocasiones, las democracias surgidas de la Revolución suponen que el pueblo es soberano siempre, sobreponiéndose al decir de Rousseau, ésta su soberanía a todas las usurpaciones, y no concibiéndose, no ya la usurpación, pero ni siquiera la transmisión de esa soberanía que es inalienable a todas luces. Semejante base no permite, como forma de gobierno, más que la que pudiéramos llamar República democrática (democracia directa), siendo así que la Iglesia ha diputado admisibles tosdas ellas, lo mismo monarquías que repúblicas, y formas directas que formas representativas.

«Ni es tampoco, mirado en sí mismo, contrario a ningún deber el preferir para la República un modo de gobierno moderadamente popular, salva siempre la doctrina acerca del origen y ejercicio de la autoridad pública. Ningún género de gobierno reprueba la Iglesia, con tal de que sea apto para la utilidad de los ciudadanos, pero quiere, como también lo ordena la naturaleza, que cada uno de ellos esté constituido sin injuria de nadie, y, singularmente, dejando íntegros los derechos de la Iglesia» (Encíclica Libertas)

IV. La democracia como forma de gobierno

Hasta aquí hemos visto la democracia como una forma de Estado, en que la soberanía pertenece a la a generalidad de los individuos, apuntando cuál es el sentido de las democracias cuando en su evolución han aparecido en la Historia, como tales formas de Estado; pero decíamos al principio que tales formas no debían confundirse con las de Gobierno, y sin hacer ahora objeto especial de estudio estas formas (véase á Gobierno). Basta a nuestro propósito del momento, indicar que aquella soberanía que hemos visto encarnar en uno, en los mejores o en la generalidad, os necesita ejercitarse, necesita producir mandatos jurídicamente obligatorios (función legislativa) y velar por el cumplimiento de estos actos de soberanía (funciones ejecutiva y judicial), y al hacerlo así, al producir el órgano y al desenvolverse en funciones aparece el Gobierno en toda la amplitud de la frase, no como una sola de estas funciones (la ejecutiva ó ministerial).

Ahora bien, así como se habla de Estados democráticos, puede hablarse también de gobiernos democráticos, sin que sea preciso que unos y otros coincidan. Sirva de ejemplo lo que ocurría en las antiguas Repúblicas griegas, en que la forma de Estado era aristocrática, y en cambio, era democrática la forma de gobierno, y a sensu contrario en la mayor parte de los Estados modernos en que su forma es democrática, aunque no lo sea tanto su manifestación y forma de gobierno, que puede ser la República, pero que puede asimismo ser también su expresión la monarquía, como ocurre precisamente en nuestro país.

La ciencia política moderna ha dado nombre a esta relación entre el Estado y el Gobierno, dentro de la forma general democrática, y denomina democracias directas a las formas políticas en que se da la conflueucia del Estado y el Gobierno democráticos, y democracias representativas, aquellas en que, por el contrario, a una base democrática en el Estado corresponde un Gobierno que por el hecho de ser representativo (sea republicano o monárquico) ha de concretarse en menor número de individuos que aquel cuya es la encarnación y pertenencia de la soberanía.

V. Indicaciones históricas acerca de los gobiernos democráticos

A) Gobiernos democráticos en la Edad Antigua

Hemos hecho anteriormente algunas consideraciones históricas que corresponden de un modo muy general a la democracia como forma de Estado, veamos ahora las que pueden señalarse, respecto de [34] esta misma democracia como forma de gobierno, o sea como conjunto de instituciones políticas.

a) Grecia. Fue el pueblo antiguo en que encarnó la democracia en la gobernación original de su Estado. Pero así como su Estado nunca fue democrático, por oponerse a ello la organización social de sus ciudades, pues la mayoría de su elemento personal eran clases anuladas en su condición política, como los periecos en Esparta, cuyo número era tres veces mayor que el de los espartanos (dominadores que fueron respecto de los periecos) o como los georomes o agricultores y los demiurgos o artesanos, respecto de los eupátridas en Atenas, y así en las demás ciudades de la Hélade, o bien de una masa enorme de esclavos, como en Atenas, donde por 130.000 ciudadanos existen 100.000 esclavos y 45.000 metecos (extranjeros residentes), o corno los ilotas (verdaderos siervos de la gleba) que son en número veinte veces más que los espartanos, no fue tampoco democrático su gobierno en los primeros tiempos.

En la Grecia descrita por Homero, integra el gobierno de cada ciudad (que viene a ser una confederación de gentes), el rey, especie de patriarca, y el Consejo de gerontes o ancianos que con el rey comparte el poder. Cierto que existe una Asamblea popular, pero sobre no hacerse mucho caso de sus desaprobaciones, aun manifestadas en forma ruidosa, no era aquel pueblo (demos), un conjunto de individuos, tal como hoy suele equivocadamente entenderse, sino un conjunto de familias con propia figura política, especie de cantonea que rodeaban la ciudad, asiento del gobierno, y que de ella se servían, como refugio, en casos de necesidad. Aquellos gobiernos son mixtos de monarquía y aristocracia, sobre una base de Estado aristocrático.

Pero aquellas innumerables Ciudades-Estados (recuérdese que a Laconia se la llamó el país de las cien ciudades) tuvieron una enorme fuerza expansiva. Tomaron de los fenicios el espíritu aventurero y colonizador y bordearon el Mediterráneo de colonias. Ahora bien, los gérmenes de su democracia gubernamental, tenían fuera de la madre patria ambiente más propicio a su desenvolvimiento, y cuando Atenas con Clístenes, en el siglo VI a. de J. C., se vanagloriaba de su democracia, ya muchas da aquellas ciudades griegas tenían esta forma política de gobierno.

De cómo fructificó después en las ciudades centrales de la Hélade, que se disputaron y tuvieron alternativamente la hegemonía (Esparta y Atenas), nos darán idea las siguientes breves indicaciones: En Esparta, a pesar de su civismo, de su absorción del hombre por el Estado, de su férrea armadura guerrera, la monarquía comienza a ser doble (porque Aristodemo, conquistador de la Laconia, había dejado dos hijos gemelos, Eurístenes y Procles, sin que su madre fuera capaz de decir quién nació primero, por lo que se reconoció a los dos el derecho a ocupar el trono); el Consejo de sus ancianos no es como el de las primitivas ciudades griegas, representante de la que podríamos llamar aristocracia de sangre, sino elegido por la Asamblea popular, y esta Asamblea (Apella) entiende y vota en todos los asuntos importantes de la gobernación del Estado. Pero la institución que resulta más interesante, desde el punto de vista democrático, es el Tribunal de los Éforos; con decir que el último de los ciudadanos podía acusar a los reyes ante él, está dicho quién tiene la más excelsa de las prerrogativas en el ejercicio de la soberanía. Los éforos fueron primero como lugartenientes del rey, pero poco a poco perdieron esta condición para asumir la de representantes del poder democrático, presidiendo la Apella. De este modo tenían la plenitud de atribuciones en las funciones legislativa y judicial.

Si no fuera porque el Tribunal se componía de cinco miembros que se limitaban, por el hecho de ser varios, como se limitaban los reyes y porque su cargo era anual, pudiendo aspirar á él todos los espartanos, hubiera habido que temer de su omnipotencia. En resumen, los éforos y la Apella son la síntesis de la democracia en aquel pueblo ferozmente aristocrático, instituciones ambas que si fueron reglamentadas por Licurgo, habrían venido a la vida política antes de que en ella dictara sus leves el sabio regularizador de la disciplina del Estado.

Pero el prototipo de la democracia no fue nunca Esparta, ni su Constitución sirvió de molde en que se vaciaran las de los demás Estados griegos. En tal caso, esto pudo decirse de Atenas, conocida, no sólo por ser la cuna del arte, sino también la de la democracia.

Atenas presentóse en el mundo político deshaciendo su antigua monarquía, y substituyéndola por el Arcontado; pero esta institución no era la democracia. Sin embargo, era una institución poliárquica, y el paso de avance hacia aquella otra forma de gobierno se había dado con la substitución. El rey Codro, que murió por su patria, no tuvo sucesor. Dícese que los atenienses no quisieron dárselo por respeto a su nombre, pero esto no debe pasar de la categoría de una fábula. Codro no tuvo sucesor porque la aristocracia ateniense había llevado a cabo una profunda transformación posesionándose de la soberanía, y, merced a ello, no quiso dar sucesor a aquel gran rey.

Pero el gobierno democrático de Atenas hay que buscarle en otra parte, abarcando los dos poderes substanciales del Estado, son, a saber: el legislativo y el judicial, en la Ecclesia y en la Heliaia. Cierto que Salón inició la obra de substituir la aristocracia por la timocracia, creando cuatro clases (véase Clase Social) según la renta en frutos de que cada cual era poseedora, abriendo así a todos el camino que antes había estado reservado a la aristocracia de la sangre: pero no es menos cierto que los Arcontes sólo podían ser elegidos de la clase de los pentacosiamedimni, y que en el Consejo de los Cuatrocientos no tenían intervención los ciudadanos de la última clase (thetes). Estas restricciones de la personalidad política quedaban compensadas con las instituciones populares anteriormente mencionadas, porque la Ecclesia la componen todos los que ostentan el título de ciudadano y pertenecen a una de las cuatro clases que creó Solón; en la Ecclesia se ventilan los verdaderos negocios de Estado, y respecto de ella el Consejo de los Cuatrocientos no pasa de ser un cuerpo que propone la ley y, en suma, la Ecclesia elévase a la categoría de verdadera guardadora de la ley, en cuanto cualquier ciudadano puede acusar ante ella al magistrado que no cumplió con su deber. Representa también el gobierno democrático la Heliaia, instituída por Solón para recortar las atribuciones judiciales del Areópagao, sometido ya en sus fallos a la apelación ante la Helieia, especie de jurado popular formado por sorteo entre los ciudadanos mayores de treinta años. [35]

Por último, las reformas democráticas se perfeccionan con Clístenes. Modifica la base social de Solón que había mantenido la diferencia existente entre los hombres del llano (verdaderos aristócratas dentro del concepto igualitario de la ciudadanía y que pertenecían a las dos primeras clases, pentacosiomedimniy triacosiomedimni) los de la costa (zengitas, tercera clase) y los de la montaña (thietes, última clase social). Clistenes crea 10 clases o tribus, haciendo que en cada una de ellas estén entremezclados los hombres de la diversa condición apuntada, y democratiza el Consejo, que ya no es de cuatrocientos, sino de quinientos miembros, cincuenta de cada clase.

No fue este el único paso que Clístenes dio en el sentido de popularizar las instituciones de gobierno, sino que la extensión de las clases alcanzó a muchos que nunca habían sido ciudadanos, que tueron por el hecho de serlo a sentarse como legisladores en la Ecclesia y como jueces en la Heliaia.

Así pudo llegar Atenas al gran siglo de Pericles, asegurando la paz y fortificando la administración después de las guerras médicas, restringiendo el poder aristocrático del Areópago, y desenvolviendo la cultura y el arte de tal modo, que aquel siglo fue el siglo de oro de la Grecia. De él escribe May en su obra famosa Democracy in Europa lo siguiente: «el ateniense podía conversar todas las mañanas con Sócrates, y oír cuatro a cinco veces cada mes a Pericles; veía las comedias de Sófocles y Aristófanes; se paseaba entre las esculturas de Fidias y las pinturas de Zeuxis; se sabíaa de memoria las canciones de Esquilo, y oía recitar en las calles las hazañas de Aquiles o la muerte de Argos; era legislador, discútía las cuestiones internacionales, de guerra, de impuestos, &c., era soldado bajo una disciplina liberal y generosa, y estaba, finalmente, como juez, obligado a pesar diariamente la fuerza de sus opuestos argumentos, cosas que no eran en sí mismas una condición para formar pensadores exactos o profundos, pero sí para dar rapidez a la percepción, delicadeza al gusto, fluidez a la palabra y distinción a las maneras».

b) Roma. Desde luego se comprende que el Estado romano nunca fue democrático, porque no puede ser denominarlo así todo el que en su elemento personal lleve las profundas diferencias que en Roma se señalaron claramente. El patriciado lo absorbía todo en los primeros tiempos, y a su lado se erguían amenazadores los plebeyos, por entonces sin el derecho de ciudadanía, y la masa enorme de esclavos. Ni aun los mismos clientes amparados bajo la toga del patricio, su patrono, disfrutaban de los derechos políticos. Por muchos avances que haga la plebe en la conquista de sus derechos, siempre resultará que pueblo que desconozca el valor de la personalidad no puede llamarse democrático. Pero apreciemos las instituciones de gobierno, tomando de la primitiva monarquia el reinado de Servio Tulio y todo el lapso de tiempo en que la República se desenvuelve, y veremos en ellas los avances de la democracia.

Servio Tulio, del mismo modo que hizo Solón en Grecia, dividió los hombres libres en clases, según su fortuna.

Esto implicaba que la Asamblea legislativa (los Comicios) tendría desde entonces otra significación. Antes se reunían los comicios por curias, que representaban las gentes, y su poder estaba representada por la aristocracia guerrera; ahora se reúnen por centurias y entran en ellos plebeyos y clientes. Las centurias son 193; de ellas 80 pertenecen a la primera clase (10 de seniores y 40 de juniores; las primeras guarnecían la ciudad, las segundas eran ejército de combate en el campo) y 18 de caballeros, que si no pertenecen a dicha clase votan con ella; las clases segunda, tercera y cuarta tienes 20 centurias cada una, la quinta tiene 30. Sin formar clase había otras cinco curias más entre las que figuraban los pobres. La reforma de Servio, aparentemente, era mucho desde el punto de vista político; en realidad significaba bien poca cosa. Si cada centuria tenía un voto, y los primeramente emitidos eran los de las clases superiores, no hay que preguntar la suerte que correrían las demás.

Pero las instituciones democráticas es preciso verlas implantadas en la época de la República (desde el año 510 al 30 a. de J. C.). Respecto de ellas, dice Palma que «el poder público estaba dividido entre el Senado, los Comicios y los Cónsules, entre cuyas asambleas y magistraturas no supo Polibio establecer la preferencia. En realidad se limitaban entre sí. Los magistrados y el Senado no pueden gobernar independientemente del pueblo por quien son elegidos; pero el pueblo no es la multitud desorganizada, sino la reunión de ciudadanos en sus comicios y bajo sus varios magistrados, cónsules, pretores, censores, &c. El demos romano no pretende, como el ateniense, substituir la elección por la suerte; jamás pretendió la igualdad absoluta, no diremos de todos los habitantes del Estado, cosa que a los antiguos no tuvieron nunca, pero ni siquiera la igualdad de todos los ciudadanos ante el voto, que prevalece en el mundo moderno».

Desde luego se comprende que el estado de suprema armonía que describe Palma, no responde a la realidad histórica. La plebe que guerreaba y no tenía toda la participación a que creía tener derecho, en la cosa pública, pedía un puesto en el festín, y llegó en una de sus famosas retiradas hasta amenazar al Senado con organizar, para su exclusivo gobierno, otra República. El Senado accedió a la jus ticia de la demanda y aparecieron entonces los Tribunos de la plebe.

Este tribunado es una institución singular en el sentido de la democracia. Tenían los dos tribunos del pueblo el derecho de interponer su veto contra las sentencias de cualquier magistrado que decidiese asuntos en que los plebeyos estuvieren interesados. Ahora bien, los tribunos se designaban en una asamblea del pueblo (concilium plebis), apareciendo así una nueva institución que había de substituir a los a comicios centuriados, como éstos habían substituído a los curiados. Los patricios estuvieron en un principio excluídos de la asamblea, pero al fin tuvieron en ella asiento articulándose así un nuevo engranaje a en la constitución republicana, si bien cambió la y asamblea aquel nombre, por el de comicios por tribus.

En cuanto al Senado, es la institución romana por esencia, sobrevive a todos los cambios políticos, y está como enquistada en aquella sociedad. A diferencia del ateniense, que llegó á tener 500 miembros designados por la suerte, el romano tuvo 300, que llegaban a tan alta dignidad no por razones de aristocracia de sangre o de dinero, sino por méritos de ciudadanía, por haber desempeñado cargos públicos (cónsules, pretores, ediles, cuestores, tribunos, [36] censores, &c.). No puede dudarse que la base indirecta de esta institución hallábase en la elección popular, resultando aquella aristocracia senatorial abierta a todas las aptitudes y merecimientos, y por lo mismo democrática.

Por último, el consulado no fue una creación revolucionaria, sino que apareció en Roma por sedimentación o por vía de reforma silenciosa, que diría Freeman; de este modo el pueblo no se daba cuenta del cambio porque primero elegía los reyes en los comicios por curias y después elegía los cónsules en los comicios centuriados.

B) Gobiernos democráticos en la Edad Media

No vamos a hacer un examen minucioso de ellos, pero sí cumple a nuestro propósito determinar sus origenes e indicar sus líneas generales. En cuanto a lo primero, si el cristianismo, como se ha dicho, influye en la democracia como forma de Estado, el germanismo y sus principios de organización produc.en la democracia como forma de gobierno. El comitatus como relación política fue desconocido del mundo romano, y la igualdad que entrañaba nadie pudo subscribirla en los tiempos del estatismo griego y romano. Por ser la concepción radicalmente distinta, aparecen en Europa los gobiernos fendales, aquella relación de compañerismo había colocado a los señores como súbditos del rey y al pueblo como súbdito de los señores, pero el pueblo iba ensanchando sus derechos políticos y lo hacía como entidad orgánica y de un modo perfectamente evolutivo.

En cuanto a las líneas generales de esta organización democrática, aparece el principio de representación; sólo en algunos cantones suizos impera el antiguo sistema de la democracia directa, pero esta misma excepción confirma la regla general. Los ciudadanos legisladores se han convertido en ciudadanos electores, pero no disueltos entre sí sino ligados por la corporación, cuyo lema era la libertad política de sus agremiados, y tanto lo era que Cataluña y Valencia son elocuente testimonio de que las corporaciones fueron la base de la representación en el consejo municipal, y éste junto con 12 vecinos llevaban á cabo la designación de síndicos ó procuradores de las universidades (ciudades y villas) (V. Cortes). Lo mismo ocurría en las Repúblicas italianas. «Nuestras repúblicas democráticas de la Edad Media, dice Sismondi, tienen por regla general dividida la población en corporaciones iguales en derecho, pero muy desiguales en número.» Florencia en 1266 tenía dividida toda su población en 12 corporaciones y los representantes de cada una eran miembros de la suprema magistratura. La idea de armonía social mantiénese en algunos países en esta época tan en sumo grado que a ello deben el vigor de sus instituciones democráticas. Inglaterra, en que no está la aristocracia al lado, sino enquistada en la democracia, es una prueba de cuanto venimos indicando. Cuando los barones ingleses arrancan a Juan Sin Tierra la Carta Magna tienen tras de sí a los populares.

Ahora bien, no todos aquellos gobiernos supieron conservar las instituciones democráticas que el cristianismo y el germanismo habían producido; los de nuestra España, tan vigorosamente representativos y orgánicos en muchos de los reinos de la reconquista, fueron asolados por el despotismo que acabó con las Cortes en todos ellos, y en alguno, como en Aragón, con aquella magistratura del Justicia mayor, netamente democrática en cuanto garantizaba los derechos de todos cuando fueren vejados por quien ejerciera o representare autoridad, y cuando Francia nos enseñó a vivir otra democracia, creyeron muchos de los constitucionales que la implantaron en la Constitución de Cadiz, que hacían labor de reconstrucción histórica, cuando en realidad lo único real de su labor era traducir para nosotros la democracia de nuestros vecinos.

En cambio Inglaterra fue laborando su democracia espontánea y, naturalmente, sin atender para nada a los principios abstractos de que se había vestido la Revolución francesa, atendió a lo indígena no a lo exótico, hermanó en un solo gobierno monarquía, aristocracia y democracia y dio ocasión para que May, su historiógrafo político, dijera sin ambages: «La historia de Francia es la historia de la democracia, no de la libertad; la de Inglaterra, la de la libertad, no de la democracia; ésta es la historia de las franquicias y derechos populares, adquiridos, mantenidos, extendidos y desenvueltos sin subvertir la antigua Constitución del Estado; es la historia de las reformas, no de las revoluciones; es la historia de una monarquía baja la cual el pueblo ha adquirido toda la libertad de una República.»

C) Gobiernos democráticos de la Edad moderna

Obedecen al principio de representación apuntado sin distinción de monarquías y repúblicas, exagerando May cuando asignaba a las últimas la necesidad de que las leyes sean confirmadas por el pueblo, con lo cual declaraba que no pueden hacer suya la democracia representativa. La gran República norteamericana es un ejemplo de esta clase de democracia, y en la misma Suiza, si la Landsgemeinde, en algunos cantones en que se practica (Appenzell, Uri, Glaria y otros) pudiera dar la razón a May en la mavoría de los restantes el régimen de referendum, bien con carácter obligatorio (Zurich, Berna, Schwyz y otros), bien con carácter facultativo (Saint-Gall, Tesino, Basilea urbana) supone, naturalmente, organismos de representación.

Pero la democracia moderna, si obedece al principio de representación, es porque la amplitud de los Estados modernos imposibilita otro régimen, ya que esa amplitud territorial va acompañada de un aumento en el número de ciudadanos con plena actividad en el ejercicio de sus derechos políticos. Así, mientras la antigua democracia era un gobierno de ejase en cuanto eran pocos los que ejercitaban aquellos derechos, la moderna ha sentado sus reales lo mismo en el viejo que en el nuevo continente, considerando como instrumento propio y medio indispensable para su actuación el sufragio universal, y aun los países que no le tienen, como Inglaterra ha ido poco á poco aproximándose a él.

En el país mencionado, reinando Guillermo IV llevaron los whigs a cabo una reforma electoral (1832). Según ella, se atribuía el sufragio en los condados al hombre, no a la tierra. Antes era preciso ser propietario; desde entonces votan hasta los simples colonos, con tal que las fincas que cultiven produzcan una utilidad de 50 libras. En 1867 se universalizó el sufragio aun más porque ya no se exigía en los burgos, para ser elector de la Cámara de los Comunes. ser cabeza de familia con casa cuya renta anual fuese de 10 libras; bastaba senciliamente ser inquilino de una casa (householders), cuyo alquiler fuera también de 10 libras al año.

En 1884 los avances de la democracia son mayores aún y, mediante ellos, la reforma anterior relativa a los electores de los burgos, hízose extensiva a [37] los condados, lo cual aumentó el censo electoral en más de 2.500.000 individuos. Todo lo cual ha venido á dar tono de veracidad a las frases de Ancillón, cuando expresa que «así como antes la aguja de la balanza era la Cámara de los lores, y los platillos la monarquía y la Cámara de los Comunes, hoy la aguja es la monarquía, los platillos los partidos whig o tory, a los que se inclina según las circunstancias, pero el pie de la balanza es la Cámara de los Comunes», dicho que tiene mayor veracidad después de la aprobación del Veto-Bill.

En las modernas democracias, es otra de sus notas características la necesidad de rectificar la concep ción igualitaria de Francia que ha servido de modelo en buen número de Estados. Esta concepción, que es uno de los apriorismos que mejor describe el genio político francés, como la evolución paulatina es la ca racterística de los pueblos sajones, ha dado motivo a que en el propio país del régimen de mayorías haya habido fervientes Partidarios de un proceso de rectificación y mejoramiento.

Así el senador Lamarzelle, recientemente ha escrito: «nuestra democracia política actual resulta por o completo de la organización (ó más bien de la desorganización) del sufragio universal, es decir, de la igualdad absoluta del sufragio de cada elector. El voto del último de los imbéciles y de los ignorantes pesa tanto en la balanza de nuestros destinos como el de un Víctor Hugo o de un Pasteur... Y ¿qué es el número entregado a sí mismo más que el número entregado a los que mejor saben explotar las pasiones ciegas de una multitud ignorante?»

Pero la rectificación de estos principios de la de mocracia de la Revolución obedece en los Estados modernos a muy distintos puntos de vista, así unas veces se trata de mejorar el sufragio universal imponiendo modalidades diversas en ese régimen del sufragio (voto obligatorio, voto indirecto, voto plural, &c.), otras veces se corrige el imperio de aquel sufragio por medio de la representación proporcional (y en Francia misma ha llegado a tener actual mente estado parlamentario este problema) o por medio de la representación corporativa, orgánica, de intereses, &c.

Y donde esto no ocurre, como en los Estados Unidos, su democracia ha buscado contrapesos de tanto bulto que merece hagamos de ellos mención.

En efecto, el poder podrá corresponder en aquel Estado al pueblo, pero por de pronto no corresponde a la masa sitio al pueblo organizado, fiel guardador de la Constitución que ha hecho perdurar desde fines del siglo XVIII. En ella se escribió la separación de funciones del poder, y desde entonces viene manteniéndose con escrupuloso respeto. El pueblo es elector, no legislador, y los legisladores por él elegidos ni gobiernan ni juzgan. El que los legisladores gobiernen o el que los gobernantes legislen, es el vicio capital del parlamentarismo que tanto conocemos en la vieja Europa.

Pero el freno de la democracia yanqui viene de su poder judicial. Los jueces federales que componen la Corte suprema de justicia y que entienden en si una ley es o no constitucional, una vez legalmente nombrados por el presidente de la República con el consentimiento del Senado, son inamovibles, independientes de los gobernantes y del pueblo por muy soberano que sea, y así la existencia de este poder, superior a la omnipotencia del número, viene a ser la clave del arco constitucional en aquel país.

VI. Otra acepción política del termino democracia

Hasta aquí se ha tratado de la democracia como forma de Estado (soberanía del pueblo, o mejor dicho, soberanía del Estado) y de la democracia como forma de gobierno (lo mismo en monarquías que en repúblicas); aun cabe apreciar políticamente la democracia como un poder, como una influencia que el pueblo puede desenvolver en todas las formas de Estado y en todas las formas de gobierno. Así, es indudable ei influjo de la opinión pública en los tiempos modernos, el desenvolvimiento y avances de la prensa, el ejercicio de los derechos de reunión y asociación y todo ello revela esa fuerza inconteastable de la democracia a que se alude en este respecto. Es más, las mismas sociedades antiguas por el imperio que en ellas ejerce la costumbre, son bajo monarquías patriarcales o puras una demostración evidente de este influjo en cuanto que la fuerza real sobre que la autoridad se apoya es, después de todo, como dice Wilson, la opinión pública, en un sentido casi análogo al que le damos cuando hablamos de la democracia moderna. V. Opinión Pública.

VII. La democracia como clase social

En los primeros párrafos de este artículo hemos desechado una significación de la palabra pueblo que o no interesaba desde el punto de vista político y que debemos recoger ahora desde el punto de vista social. En este sentido sólo aproximadamente, escribe el señor Gil Robles, puede decirse que la clase inferior (pueblo en sentido estricto, plebe, proletariado, &c.), está formada por los que en las industrias materiales ponen el esfuerzo físico y el trabajo manual, bien por cuenta ajena, o en la pequeña industria por cuenta propia. En la significación apuntada es como puede hablarse de la democracia como clase social, de su importancia, no sólo atendiendo al número de los que la forman, sino al desarrollo económico de las industrias a que el trabajo da vida, de lo que fueron los gremios en tiempos pasados y de lo que pueden ser hoy para intentar una reconstrucción social y, en de suma, de las consecuencias jurídicas dimanantes de todos estos hechos, que ponen a esta clase en situación de que se demande a los poderes públicos el reto conocimiento y garantía de los derechos tanto privados como políticos y que a dicha clase corresponden. V. Clase Social, Partido Social y Gremio.

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Democracia. Iconog. Iconog. Se personifica, según Bu­dart, en una mujer modestamente vestida, coronada de pámpanos y hojas de olmo, con una granada en una mano, símbolo de la unión, y sujetando con la otra varias serpientes, que representan las turbulen­cias del gobierno popular. Se la representa entre sacos de trigo para indicar que los gobiernos demo­cráticos se cuidan más de hacer provisiones que de aumentar su gloria.