Filosofía en español 
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Democracia

1. La democracia frente a otras formas de gobierno • 2. La democracia y la tiranía de la mayoría • 3. Democracia y gobierno representativo • 4. La democracia y la igualdad • 5. Los avatares de la democraciaTextos en Filosofía en español

Desde el punto de vista fundamentalista, la democracia es considerada hoy día como la forma más perfecta de gobierno, aquella que habría alcanzado la humanidad como una suerte de «destino manifiesto» en su camino al «Fin de la Historia». De tal suerte que no ser considerado demócrata o pertenecer a una sociedad no democrática es tanto como haber perdido la condición de hombre por vivir en una sociedad «degenerada», que sólo adoptando la forma democrática podría regenerarse. Sin embargo, la problemática de la democracia dista mucho de resolverse con una concepción tan simple y es necesario plantear a fondo el origen y desarrollo del término democracia, así como su lugar respecto a otras formas de gobierno históricamente dadas.

1. La democracia frente a otras formas de gobierno

A Aristóteles debemos la primera clasificación de las formas de gobierno, en función del número de gobernantes. Así, la monarquía se caracteriza por el gobierno de uno, la aristocracia por el gobierno de pocos, y la república por el gobierno de la mayoría (en otras ocasiones «todos»); por el contrario, degeneraciones suyas son: de la monarquía, la tiranía; de la aristocracia, la tiranía; y de la república, la democracia (en otras ocasiones habla de demagogia), algo que no suele ser mencionado por los tratadistas políticos actuales:

«De los gobiernos unipersonales solemos llamar monarquía al que vela por el bien común; al gobierno de pocos, pero de más de uno, aristocracia (bien porque gobiernan los mejores (áristoi) o bien porque lo hacen atendiendo a lo mejor (áriston) para la ciudad y para los que forman su comunidad); y cuando la mayoría gobierna mirando por el bien común, recibe el nombre común a todos los regímenes políticos: república (politeía) […].
Desviaciones de los citados son: la tiranía, de la monarquía, la oligarquía, de la aristocracia y la democracia, de la república. La tiranía, en efecto, es una monarquía orientada al interés del monarca, la oligarquía, al de los ricos y la democracia, al interés de los pobres. Pero ninguna de ellas presta atención a lo que conviene a la comunidad» (Aristóteles, Política, 1279a-1279b).

Como señala Gustavo Bueno, la propia clasificación de Aristóteles, por su ambigüedad, «difícilmente podría interpretarse como una clasificación empírica: ¿cuántos son «todos»? ¿cuántos son «algunos»? ¿y acaso existe siquiera «uno» al margen del grupo del que forma parte?». Es necesario interpretar «la clasificación ternaria como derivada de la aplicación de un criterio lógico y, más concretamente, de la lógica de clases, tal como fue tratada por Aristóteles, al exponer su doctrina del silogismo, en sus Primeros analíticos» (Gustavo Bueno, “La democracia como ideología”, Ábaco, n° 12-13, 1997, pág. 16). «Todos», «algunos», «uno», son cuantificadores, pero el primero de ellos expresa una conexión que no admite excepciones, al contrario de «algunos». Ante esta ambigüedad, Gustavo Bueno reformula la distinción aristotélica hablando de Monoarquías (monarquías o tiranías), Paurarquías (aristocracias y oligarquías) y Poliarquías (democráticas o demagógicas). (Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, OC 2, pág. 171).

En la práctica, esa ambigüedad condujo a Aristóteles a reconocer que las formas de gobierno existentes son una mezcla no homogénea de las tres posibilidades lógicas; en contacto la forma política con su materia correspondiente, se producen las degeneraciones, la corrupción propia del mundo de la physis. Asimismo, en la clasificación Aristóteles deja muy claro que las formas correctas de gobierno lo son siempre en torno al bien común, y degeneran cuando sólo salvaguardan los intereses de una parte de la sociedad política. Por eso Aristóteles afirma que un régimen, pese a corromperse y degenerar, puede seguir manteniéndose en el tiempo. Así, Aristóteles señalará como núcleo de la teoría política (al menos cuando se refiere a la aristocracia) en la eutaxia o capacidad de durar en el tiempo un régimen político (el concepto de eutaxia se generaliza a todo tipo de sociedades políticas en la obra Primer ensayo sobre las categorías de las ciencias políticas, de Gustavo Bueno). Por ejemplo, la democracia y la oligarquía, en tanto que regímenes degenerados, se salvan el primero por el asentimiento del número de su población y el segundo mediante el buen orden: «En general, las democracias encuentran su salvación en lo numeroso de su población. El derecho del número reemplaza entonces al derecho del mérito. La oligarquía, por el contrario, no puede vivir y prosperar sino mediante el buen orden» (Aristóteles, Política, 1320b-1321a).

En resumen, las formas de gobierno no significan nada sin una materia sobre la que aplicarse. En virtud de ello, los regímenes políticos pueden mezclarse entre sí. En las Leyes Platón señala que los regímenes surgen de la mezcla de monarquía, democracia e incluso en ocasiones aristocracia: «Hay como dos madres de los sistemas políticos, de cuyo entrelazamiento con razón podría decirse que surge el resto. Es correcto llamar a la una monarquía y a la otra democracia. De una es la expresión más alta la raza de los persas, de la otra, nosotros. Casi todas las formas restantes, como dije, son variaciones de éstas» (Leyes, 693e). Incluso el régimen de Esparta, a juicio de Platón, es una mezcla de las tres variedades: «incluso creo que se asemeja a la tiranía […] y sin embargo, a veces, me parece que tiene la apariencia de ser la que actúa de una manera más democrática de todas las ciudades. Además, el no decir que es una aristocracia está totalmente fuera de lugar. También hay en ella una monarquía de por vida de la que afirman todos los hombres y nosotros mismos que es la más antigua de todas. Yo, preguntado ahora tan de improviso, en realidad, tal como dije, no puedo distinguir y decir qué orden político es de todos éstos» (Leyes, 712 d-e).

2. La democracia y la tiranía de la mayoría

Pericles, considerado por historiadores y políticos como el paradigma de hombre democrático y auténtico adalid de la denominada «democracia ateniense» del siglo V a. C., define la democracia en su famoso discurso fúnebre de la siguiente manera:

«Tenemos un régimen político que no emula las leyes de otros pueblos, y más que imitadores de los demás, somos un modelo a seguir. Su nombre, debido a que el gobierno no depende de unos pocos sino de la mayoría, es democracia. En lo que concierne a los asuntos privados, la igualdad, conforme a nuestras leyes, alcanza a todo el mundo, mientras que en la elección de los cargos públicos no anteponemos las razones de clase al mérito personal, conforme al prestigio de que goza cada ciudadano en su actividad; y tampoco nadie, en razón de su pobreza, encuentra obstáculos debido a la oscuridad de su condición social si está en condiciones de prestar un servicio a la ciudad» (Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, Libro II, 37, 1-2).

Pero, como ya vieron Platón y Aristóteles, existe un doble sofisma en las palabras de Pericles: ni la mayoría representa a la voluntad general, ni necesariamente sus decisiones son las más juiciosas (de hecho, ambos consideran la democracia una degeneración de la república). Además, como señala Gustavo Bueno, «estos dos sofismas se agravan cuando se tiene en cuenta que los conceptos de minorías y de mayorías estaban definidos únicamente en el ámbito de la capa conjuntiva de la sociedad política, es decir, esa mayoría de la que habla Pericles está compuesta por los ciudadanos que efectivamente intervienen en el control de las capas conjuntiva y cortical, pero deja de lado a la inmensa mayoría de los integrantes de la sociedad ateniense, a saber, los esclavos y los metecos (sin contar con las mujeres, los jóvenes, &c.), respecto a los cuales la mayoría «pletórica» no llegaba al 10 por ciento de la población total» (Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente. La Esfera de los Libros, Madrid 2004, pág. 142.)

El sofisma de Pericles fue reproducido en tiempos más modernos por Rousseau y su metafísica teoría de la voluntad general como formulación del interés común, de tal modo que si el gobierno, como expresión de la voluntad de la mayoría, no coincide con la voluntad general, han de suprimirse a quienes tienen difieren: «Frecuentemente surge una gran diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general: ésta sólo atiende al interés común, aquélla al interés privado, siendo en resumen una suma de las voluntades particulares; pero suprimid de esas mismas voluntades las más y las menos que se destruyen entre sí, y quedará la voluntad general como suma de las diferencias» (Jean Jacques Rousseau, El Contrato Social [1762], Libro II, Capítulo III).

De alguna manera, el doble sofisma de Pericles implica que la democracia siempre se encuentra formando parte de algún régimen mixto, por ejemplo con la oligarquía: «Y así el uso de la suerte para la designación de los magistrados es una institución democrática. El principio de la elección, por el contrario, es oligárquico; así como el no exigir renta para el desempeño de las magistraturas es democrático, y el exigirlo es oligárquico. La aristocracia y la república aceptarán estas dos disposiciones, tomando de la oligarquía la elección y de la democracia la suspensión del censo. He aquí cómo pueden combinarse la oligarquía y la democracia» (Aristóteles, Política, 1294b). Pero, según Aristóteles, la «mezcla perfecta» de oligarquía y democracia era «la constitución de Lacedemonia» (Aristóteles, Política, 1294b). Que era curiosamente la misma composición de la democracia ateniense, una mezcla de gobierno popular y representativo. Solón dividió en cuatro partes el censo de Atenas, pudiendo cada una de las cuatro elegir jueces para el Consejo de los Quinientos (Boule), pero sólo tres de las cuatro, formadas por ciudadanos acomodados, podían elegir a los magistrados. La democracia pura, vista por los clásicos, nunca ha existido como tal sino mezclada con todo tipo de gobiernos aristocráticos y monárquicos.

3. Democracia y gobierno representativo

Era muy habitual considerar que hasta finales del siglo XVIII la forma democrática de gobierno sólo se mantenía en lugares muy concretos, como las Provincias Unidas de Holanda y en Suiza; así lo afirma Voltaire en la entrada «Democracia» de su Diccionario filosófico [1764]. El propio Rousseau se inspira en el gobierno popular de los Cantones Suizos para formular su famoso Contrato Social, pues los requisitos que exige para la existencia de una democracia son «un Estado muy pequeño, en donde se pueda reunir el pueblo y en donde cada ciudadano pueda, sin dificultad, conocer a los demás. […] una gran sencillez de costumbres […], gran igualdad en los rangos y en las fortunas, sin lo cual la igualdad de derechos y de autoridad no podría prevalecer mucho tiempo; y, por último, poco o ningún lujo, […]» (El Contrato Social [1762], Libro III, Capítulo IV). Ninguno de los tratadistas políticos clásicos se atrevería a formular la democracia como «gobierno ideal» de las monarquías europeas, mucho más complejas y pobladas que los pequeños estados donde aún se mantenía un gobierno popular.

Sin embargo, en 1776 tiene lugar la revolución norteamericana que funda los Estados Unidos de América y en 1789 la Revolución Francesa que pone fin al Antiguo Régimen, trasladándose la soberanía del monarca a la Nación Política, cuya forma de gobierno será ahora republicana, entendida precisamente como mezcla de un gobierno popular, de elección directa, con un gobierno representativo donde los dirigentes son elegidos por un censo. Como dirá Montesquieu, inspirado en Aristóteles: «La elección por sorteo es propia de la democracia; la designación por elección corresponde a la aristocracia» (Montesquieu, Del Espíritu de las Leyes [1748], Libro II, Capítulo II.). Tocqueville señala eso mismo acerca de Estados Unidos, cuya constitución estaba muy influida por Montesquieu:

«En América, el pueblo nombra al que hace la ley y al que la ejecuta; y él mismo forma el jurado que castiga las infracciones a la ley. No sólo las instituciones son democráticas en su principio, sino también en su desarrollo; así, el pueblo nombra directamente a sus representantes y los elige, por lo general cada año con el fin de mantenerlos completamente bajo su dependencia. Es, pues, realmente el pueblo quien dirige, y aunque la forma de gobierno sea representativa, es evidente que las opiniones, los prejuicios, los intereses e incluso las pasiones del pueblo no pueden encontrar obstáculos duraderos que les impidan hacerse oír y obrar en la dirección cotidiana de la sociedad. […] En los Estados Unidos, como en todos aquellos países donde reina el pueblo, es la mayoría la que gobierna en nombre de éste» (Alexis de Tocqueville, La democracia en América [1835], Volumen 1, Segunda Parte, Capítulo I).

Uno de los founding fathers norteamericanos, James Madison, dejó escrita en 1787 en El Federalista la distinción entre una democracia pura, formada por un número reducido de ciudadanos en asamblea, y una república o gobierno representativo (lo que Montesquieu define como aristocracia). En torno a esta distinción, podemos afirmar que las democracias actuales en las que vivimos son en realidad una aristocracia por el principio representativo en el que se basan.

4. La democracia y la igualdad

Con el final de la Segunda Guerra Mundial, las sociedades políticas resultantes del triunfo de los aliados sobre el eje Berlín-Roma-Tokio se polarizaron unas en torno a Estados Unidos y otras en torno a la Unión Soviética, conformando así dos bloques enfrentados durante la denominada Guerra Fría: las sociedades capitalistas frente a las del socialismo realmente existente. Y, curiosamente, ambas reclamaban para sí el adjetivo de sociedades democráticas: unas serían las «democracias homologadas», del Estado del Bienestar, y las otras las «democracias populares» del Socialismo real. Si leemos lo que nos señala el Diccionario de filosofía de Rosenthal y Iudin, que ofrece la perspectiva del materialismo dialéctico, no encontramos esenciales diferencias entre una y otra clase de democracias, pues ambas son pluripartidistas y reconocen derechos políticos:

«Son rasgos característicos de la democracia popular la existencia de un sistema de varios partidos (excepto en algunos países de Europa); aparte de los partidos comunistas, hay otros partidos democráticos que mantienen posiciones socialistas y reconocen el papel dirigente de la clase obrera; la existencia de un tipo de frente popular que une a los partidos políticos y a las organizaciones de masas. Las otras particularidades del período en que se forma la democracia popular estriban en la ausencia de limitaciones a los derechos políticos, en la mayor duración del plazo para acabar con el viejo aparato estatal, &c.» («Democracia popular» en Diccionario de filosofía. Ediciones Pueblos Unidos, Montevideo 1965, pág. 111.)

La diferencia se encuentra no en criterios formales (derechos políticos, sistema de varios partidos) sino en la economía capitalista de mercado, lo que conduce a la ideología de la democracia como selección de elites dentro de la sociedad capitalista, formulada por Schumpeter en 1942: «método democrático es aquel sistema institucional, para llegar a las decisiones políticas, en el que los individuos adquieren el poder de decidir por medio de una lucha de competencia por el voto del pueblo» (Joseph Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia [1942]. Aguilar, Madrid 1968, pág. 343).

Sin embargo, como bien se comprobaría en poco tiempo, la democracia genera desigualdad, tanto en salarios como en posición social, pues el mercado requiere distintos productos a distintos precios (de lo contrario sería lo mismo una democracia capitalista que una democracia «popular», socialista), lo que implica que el Estado ha de intervenir para acabar con los efectos perjudiciales del mercado capitalista y así recuperar el «estado de equilibrio», que dirían Lord Keynes o un John Rawls que en su Teoría de la Justicia (1971) postuló un supuesto «velo de ignorancia» muy similar al contrato social roussoniano.

5. Los avatares de la democracia

La democracia no es una forma de gobierno que suponga haber alcanzado el metafísico «Fin de la Historia» y con él la cancelación de la guerra como relación violenta entre estados. La democracia, al igual que la monarquía o la aristocracia, supone la posibilidad de su corrupción convirtiéndose en demagogia o incluso en tiranía: «las democracias principalmente cambian debido a la falta de escrúpulos de los demagogos; en efecto, en privado, delatando a los dueños de las fortunas, favorecen su unión (pues el miedo común pone de acuerdo hasta a los más enemigos) y en público, arrastrando a la masa. […] Antiguamente, cuando se convertía la misma persona en demagogo y estratego, orientaban el cambio hacia la tiranía; pues, en general, la mayoría de los antiguos tiranos han surgido de demagogos» (Aristóteles, Política, 1304b-1305a). O, como señala Gustavo Bueno, en tanto que poliarquía, degenera en demagogia, es decir, «gobiernos populistas, que gobiernan "adulando al pueblo", tratando de satisfacer sus caprichos relativos, por ejemplo, el consumo de drogas, de juegos, de deportes o de músicas entontecedoras» (Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente. La Esfera de los Libros, Madrid 2004, pág. 145).

Del mismo modo que la democracia no es eterna, tampoco supone el establecimiento de ninguna paz perpetua. Todo Estado implica por definición la apropiación de un territorio, de una capa basal, apropiación que no puede ser pacífica y que implica por lo tanto el arrebatar a terceros un territorio por medio de la fuerza, o cuando menos impedir que lo dominen; esto implica a su vez la existencia de un ejército o capa cortical que mantenga o incluso aumente, según los casos, el territorio del Estado.

Es más, a medida que una democracia de mercado pletórico aumenta el bienestar de su población y eleva su nivel de vida, necesita de la apropiación de más territorio y recursos, aumentar la capa basal en lo relativo a determinados productos (el petróleo, por ejemplo, en el contexto de nuestras sociedades del bienestar). Por lo tanto, toda sociedad estatal, en tanto que ha superado el nivel de la mera subsistencia, es susceptible de convertirse en una sociedad imperialista, como ya vio Platón en su República a propósito de una ciudad que necesita guerrear con los vecinos para poder mantener elevados niveles de opulencia adquiridos:

—[…] Pues bien, habrá evidentemente algunos que no se contentarán con esa alimentación y género de vida; importarán lechos, mesas, mobiliario de toda especie, manjares, perfumes, sahumerios, cortesanas, golosinas, y todo ello de muchas clases distintas. Entonces ya no se contará entre las cosas necesarias solamente lo que antes enumerábamos, la habitación, el vestido y el calzado; sino que habrán de dedicarse a la pintura y el bordado, y será preciso procurarse oro, marfil y todos los materiales semejantes. […] Hay, pues, que volver a agrandar la ciudad. Porque aquélla, que era la sana, ya no nos basta; será necesario que aumente en extensión y adquiera nuevos habitantes, que ya no estarán allí para desempeñar oficios indispensables; por ejemplo, cazadores de todas clases y una plétora de imitadores, aplicados unos a la reproducción de colores y formas y cultivadores otros de la música, esto es, poetas y sus auxiliares, tales como rapsodos, actores, danzantes y empresarios. También habrá fabricantes de artículos de toda índole, particularmente de aquellos que se relacionan con el tocado femenino. Precisaremos también de más servidores. ¿O no crees que harán falta preceptores, nodrizas, ayas, camareras, peluqueros, cocineros y maestros de cocina? Y también necesitaremos porquerizos. Éstos no los teníamos en la primera ciudad, porque en ella no hacían ninguna falta, pero en ésta también serán necesarios. Y asimismo requeriremos grandes cantidades de animales de todas clases, si es que la gente se los ha de comer. ¿No? […]
—¿Habremos, pues, de recortar en nuestro provecho el territorio vecino, si queremos tener suficientes pastos y tierra cultivable, y harán ellos lo mismo con el nuestro si, traspasando los límites de lo necesario, se abandonan también a un deseo de ilimitada adquisición de riquezas?
—Es muy forzoso, Sócrates –dije.
—¿Tendremos, pues, que guerrear como consecuencia de esto? ¿O qué otra cosa sucederá, Glaucón?
—Lo que tú dices –respondió.
—No digamos aún –seguí– si la guerra produce males o bienes, sino solamente que, en cambio, hemos descubierto el origen de la guerra en aquello de lo cual nacen las mayores catástrofes públicas y privadas que recaen sobre las ciudades.
—Exactamente.
—Además será preciso, querido amigo, hacer la ciudad todavía mayor, pero no un poco mayor, sino tal que pueda dar cabida a todo un ejército capaz de salir a campaña para combatir contra los invasores en defensa de cuanto poseen y de aquellos a que hace poco nos referíamos» (Platón, República, 372e-374a).

En este sentido, toda sociedad política, ya sea democrática, monárquica o aristocrática, necesita de un ejército que permita la defensa de su territorio y la apropiación de otros territorios que permitan mantener el nivel de opulencia y bienestar adquiridos.

Textos en Filosofía en español

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1732- Democracia en los diccionarios de la Academia de la Lengua española

1764 Voltaire, Democracia · Diccionario filosófico

1855 Fernando Garrido, La bandera de la Democracia o el programa del siglo XIX

1875 Erasmo María Caro, La Democracia ante la moral del porvenir

1890 Democracia · Diccionario Enciclopédico Hispano Americano

1915 Democracia · Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana

1923 Víctor Andrés Belaúnde, Democracia y despotismo en Hispano-América

«Fundamentalismo democrático»

1960 En defensa de la democracia · Historia del Partido Comunista de España

1965 Democracia · Diccionario soviético de filosofía

Problemas de la organización del futuro Estado democrático de España · Nuestra Bandera

1995 Felipe Giménez Pérez, La democracia formal

1997 Gustavo Bueno, La democracia como ideología

1999 · Democracia como sistema político / Democracia como ideología
· Mayorías y Minorías democráticas / Consenso y Acuerdo
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· Ideologías democráticas (clasificación)
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· Democracia como ideología y como metafísica
· Democracia y Aristocracia como conceptos operatorios
· Estado Democrático de Derecho como expresión ideológica
· Estado de derecho / Estado democrático de derecho

2002 Gustavo Bueno, Telebasura y democracia

2004 Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente

Gustavo Bueno, Vías muertas hacia la democracia participativa

2007 Gustavo Bueno, Sobre las élites de periodistas en la democracia coronada

2008 Gustavo Bueno, La Ley Electoral, ¿un déficit de la democracia española de 1978?

Gustavo Bueno, Consideraciones sobre la Democracia

2009 Gustavo Bueno, Qué es la democracia Tesela 1

2010 Gustavo Bueno, El fundamentalismo democrático

Gustavo Bueno, Historia (natural) de la expresión «fundamentalismo democrático»

2011 Gustavo Bueno, Teselas: 64 Democracia procedimental · 65 Democracia ateniense · 67 La democracia se dice de muchas maneras · 68 Democracia y racionalidad · 69 Democracia interna de los partidos políticos · 70 Democracias políticas y democracias apolíticas · 71 República y Democracia · 73 Democracia representativa · 74 Democracia y Derechos Humanos

Escuela de Filosofía de Oviedo • Seminario sobre la Democracia

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